viernes, 25 de junio de 2010

Villazón

Dos de los israelíes y los trabajadores de carritos.

BOLIVARIANA -Parte 2


El calor del micro se retiró instantáneamente. Ni bien puse un pie en la terminal de La Quiaca el clima árido propio de la puna jujeña caló profundo y se instaló en mi cuerpo hasta que me cobijé con la bolsa de dormir de Anto – para decirlo con precisión- una amiga copada de mi hermana. En un banco de madera gastada y medio roto me acomodé, convirtiéndome nuevamente en pulpo para aprisionar las cosas que traía acuestas.


No habían pasado muchas horas de mi despedida de Buenos Aires pero ya estaba con cierta picazón de relaciones sociales. Divisé a dos chicos que parecían del lugar que esperaban en la terminal igual que yo. De hecho, muchas personas esperaban en la terminal o hacían tiempo o se resguardaban del frío como si el lugar les invitase a quedarse, olvidando la precariedad de la casa terminal, los vidrios rotos de las ventanas o la desolación puertas afuera, puertas que no cerraban nunca. A uno de los dos chicos le pedí fuego, en parte para recargarme de nicotina, y me quedé hablando con la esperanza de que el tiempo corra más velozmente, con la esperanza de que el frío se aburriera y optara por abandonarme un rato, aún dejando de ser pulpo y a expensas de dejar mi mochila a unos metros de distancia. Mientras uno de los salteños o Maxi me contaba que estaban allí haciendo tiempo porque tenían que recoger un auto – porque trabajaba transportando coches en alquiler de una sucursal hasta la central, en Salta- unos mochileros que estaban cambiándose de ropas me miraban sin disimulo y yo respondía del mismo modo. Sin embargo, nadie dio el puntapié inicial. Primero pensé que eran franceses pero horas más tarde, una vez en la frontera de Villazón me dijeron que eran portugueses (aclaración: estaba muy dormida y eso disminuye considerablemente mis sentidos, menos el de la vista que –de por sí- se encuentra notablemente abreviado por los irrespetuosos y grotescos apuntes que consumí durante cinco años de carrera en la U.B.A.).


Todavía siendo de noche, los salteños me acompañaron y me depositaron del lado boliviano, una vez que cruzamos el casi seco río La Quiaca. La primera impresión que tuve al cruzar fue que estaba en tierra de nadie. Había unas cuantas personas apachurradas en la orilla de la primera vereda con la que uno se topa al cruzar, que sacaban ropa de a montones de bolsas gigantescas, mecánicas como máquinas. Fue una imagen repetida. Ya lo había visto en otro lugar. Luego de recorrer el subconsciente, me acordé de Canguro, una híper feria o “bolishopping” que queda sobre la avenida Constituyentes al fondo (dirección exacta en el conurbano bonaerense), pero a diferencia de aquel lugar, Bolivia no inspira miedo. Ese primer cruce fue sin documentación, sin siquiera la pregunta de un agente pues la frontera aún estaba cerrada.


En la cola para hacer el trámite conocí a un ostentoso grupo de israelíes. Aviran fue el primero en saludar. Papelerío argentino y, viceversa, boliviano. Como tardé en llenar un formulario, los israelíes terminaron antes que yo –aunque estaban después en la fila- y siguieron rumbo, pero quedaron otros dos colgados, también oriundos de Israel, que me adoptaron con una mirada, esas que uno echa cuando hay simpatía y quiere entablar una charla.


-¿Vas para Uyuni?

-Sí, ¿ustedes?

-También.


El desierto de Uyuni es el destino de todos los que cruzan la frontera y están de turismo, menos el de los portugueses mochileros que, como ya habían estado en Bolivia, se dirigían directo a Potosí.

Con mis amigos adoptivos (Liron y Homer) caminamos las siete cuadras hasta la terminal de buses. De camino nos comimos un desayuno bastante feo, con café instantáneo para al menos rellenar el estómago. Cuando llegamos, sacamos los boletos en el único lugar que los vendía con destino a Uyuni. Salía a las tres de la tarde, eran las 9 AM. La obligada espera en ese lugar nos hizo unir al gran grupo de israelíes que esperaban como nosotros y entablar conversación con lugareños.


Carlos Díaz y Raúl Fuentes son los creadores del Sindicato de Carritos, los que cargan el equipaje de los turistas. Dos ruedas de goma y una superficie plana de un metro por un metro fue la herramienta que les permitió levantar el negocio, que en verano –explican- es rentable porque hay mucho caudal de turismo.

En pleno hacer nada, los israelíes vinieron como con un cuento de chusmas “nos quisieron robar”.


-¿Qué?

- Sí. Tené cuidado con los niños, se nos abalanzaron y nos toquetearon los bolsillos.


Minutos más tarde, sentada yo en el monolito de una rotonda -lugar que elegimos como centro de reunión- se me acercó un niño de no más de 10 años. Tenía los ojos llorosos. Se me sentó al lado y le pregunté si estaba bien. El nene no me respondió. Me miraba, miraba todo como temeroso, como queriendo decir algo, pero su boca no se abría. Sus ojos estallaban y yo me estaba desesperando: “Qué te pasa ¿Querés llorar?”. “Sí”, respondió con un gesto. En ese momento los israelíes interrumpieron mi intento de conversación. “Alejate, él nos quiso robar, es peligroso”, me dijeron en inglés. Les respondí que poco me importaban sus intenciones, que era un niño que estaba llorando. Lo miré al pequeño y le dije: “¿Qué pasó? ¿Te mandaste una cagada?”.


-Sí –respondió con mucha timidez, descubriendo una de sus manos que estaba sangrando.

-¿Qué te pasó? ¿Te caíste?

-Sí – volvió a responder con la cabeza.


En ese momento los israelíes entendieron y uno me pidió que oficiara de traductora y que le pregunte si tenía hambre. Así fue que uno de ellos le dejó una moneda y el nene sonrío. Ya más en confianza se recostó justo a mi lado y como lo haría un perrito juguetón, intentó morderme la pierna. Lejos estaba yo de comprenderlo, sin embargo, en ese momento entendí que en este lugar -desconocido para mí- había algo nuevo en la forma de comunicarse y que ahí estaba la clave para acercarme a ellos.


Esa fue mi primera conclusión respecto de esta cultura –cercana en espacio pero de raíces muy lejanas- y mi primera forma de conexión con la gente del lugar, que claramente no estaría ya signada por las palabras.

viernes, 4 de junio de 2010

Éxodo jujeño


BOLIVARIANA - 1

El 3 de mayo partí rumbo a Jujuy en avión desde aeroparque. El pasaje me costó unos 580 pesos hasta San Salvador, dinero que se adicionó a los 80 del remis que me trasladó hasta la terminal de buses y me rompió el orgullo por no tener otra opción que me permitiera escapar a la obscenidad que impone el público cautivo del aeropuerto. Llegamos en unos 40 minutos gracias a la velocidad que imprimió el conductor sobre la máquina que se inmiscuyó dentro de una masa negra, producto de aquella noche sin luna. Los 80 pesos, por suerte, incluyeron la amabilidad del remisero que me ayudó a posarme sobre los hombros la mochila que llevaba a cuestas.



Una vez en la terminal, hice el estudio de mercado correspondiente, aquel que me permitiera viajar a La Quiaca con el menor costo posible, para luego cruzar a pie la frontera. En vano fue aquel esfuerzo por evadir algún que otro peso, todas las empresas barajaban los mismos valores. Balut, la que finalmente contraté, estimaba unos 35 pesos el pasaje.



En la fila de gente que se acumuló en su ventanilla conocí a Elena, una jujeña que había trabajado en Buenos Aires, en el barrio de Belgrano, justo a unas pocas cuadras de donde vivo. Nos quedamos hablando bastante porque el señor de adelante tenía problemitas y nos impedía cambiar de ubicación en la cola. Me contó así que en la city cuidaba a una persona discapacitada que tenía una hija. Una nena con la que se encariño, una niña que tuvo que dejar de ver a su pesar por que la señora, que vivía sobre las barrancas, no le pagó jamás esos dos meses de trabajo. Ahora estaba en San Salvador porque se tenía que operar de los riñones. Había estado internada unos días y no recuerdo por qué finalmente le dijeron que era mejor que se volviera a su casa, que era más seguro por las pésimas condiciones edilicias e higiénicas del centro de salud. Y allí estaba ahora, buscando su DNI en la ventanilla porque le habían sacado el pasaje desde otra sucursal. Largos minutos tardó en encontrarlo hasta que ¡Eureka! Allí estaba Elena documentada.



Cuando las dos tuvimos nuestros pasajes en la mano, me acompañó a comer un paty en los alrededores de la terminal. Yo no había cenado y eran las 12 PM, vale decir, estaba famélica. Finalmente, fueron un pancho y unas papas fritas los responsables de que dejara de tener hambre y comenzara a sentir la sangre más espesa, como consecuencia del aceite refritado, viejo y pasado de las papas, que eran ya las últimas que llenarían un cono de cartón ese día. Y sólo por cinco pesos con cincuenta.



Mientras hablaba con Elena de mil cosas a la vez esperábamos el bus convertidas en pulpo. La mochila de mano y la grande bien juntitas sobre el piso y siempre con alguna extremidad que hiciera contacto con ellas, para no perderle el rastro ni avivar a rastreros.



Elena se fue. “Chau, chau” y teléfono de por medio. A los minutos me subí al mi bus. Dormí placenteramente todo el viaje a La Quiaca. Me tocó sentarme al lado de una chola que venía en el micro de antes. El primer contacto fue de esos que uno no elige, ella dormida, con una pata sobre mi asiento. Una mueca de empatía, una o las dos comisuras de los labios jujeños hacia el norte fue lo que recibí de aquella adorable mujer ante el reclamo del servicio que había adquirido previamente en la terminal. Prefiero recordar su incansable amabilidad, la que dejó el asiento de pana roja calentito como envuelto con una bolsa de agua hirviendo. Así fue que me cobijé con mis calzas de tenis que se intimidad con el frío nocturno norteño pero que no se animan a pedirme más. Un abrigo de corderito se le derramó a la chola hacia la parte de mi asiento. Esa fue su segunda inconciente amabilidad, que emanó calor sobre mi cuerpo cuando me acurruqué cerquita, y el último gesto hasta la parada final. 5 AM.